domingo, 4 de julio de 2010

Silvina Ocampo

Ocampo, Silvina, “Rhadamanthos”, El pecado mortal, Buenos Aires, Eudeba, 1966.


                                                                Rhadamanthos

La envidiaba por sus pecados con una envidia que la car­comía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí es­taba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí esta­ba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigura­da! Y si lo hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales sobre el paño negro del coche fúnebre brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No ha­bía modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de ami­gos que la admiraban, aun más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su me­moria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicida­do, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamen­te por su memoria.

Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo de nadie. yo no me he suicidado. Nadie llora por mí.

Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la luz trémula de los cirios bri­llaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasia­do fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla.
­Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella, rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente habla­ba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se pu­so de pie. Por suerte, nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser.
Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Sa­lió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un pa­pel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus za­patos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas car­tas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de la carta firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte cartas, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor.
A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las lle­vó a la casa mortuoria y las depositó en el armario de la muerta.

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